Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume; y estando detrás de él a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus cabellos; y besaba sus pies, y los ungía con el perfume. (Lucas 7:37–38)
En este pasaje, vemos a una mujer que, a pesar de su reputación como pecadora, se acerca a Jesús con humildad y adoración genuina. Ella se postra a los pies del Maestro, llorando en arrepentimiento, y utiliza lo mejor que tiene, un costoso perfume, para ungir sus pies y los enjuga con sus cabellos. Esta escena es un poderoso recordatorio de cómo debemos acercarnos a Jesús: con un corazón humilde, arrepentido y dispuesto a darle lo mejor de nosotros.
Estar a los pies del Señor Jesús simboliza reconocer nuestra propia bajeza, es darnos cuenta de que nada poseemos que nos pueda hacer aceptos en el amado. Por eso es que el Señor dijo que son «bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mateo 5:3). Asimismo, estar a sus pies, expresa dependencia total de Él. Es en esa posición de humildad y entrega donde encontramos un verdadero descanso y restauración para nuestras almas.
Aquella mujer, de quien desconocemos su identidad, no se dejó intimidar por su condición de pecadora, ni por la presencia del fariseo, pues su única preocupación era estar cerca de Jesús, para expresarle su amor y gratitud.
Imitar el ejemplo de esta mujer nos lleva a experimentar una relación más íntima y profunda con Cristo. Cuando nos humillamos a sus pies, reconocemos nuestras faltas y buscamos su perdón, siendo renovados por su gracia. Y también, este acto de humildad y adoración, nos libera de nuestras cargas, nos llena de paz y nos transforma.
¿Qué esperamos para estar a los pies de Cristo, mis amados hermanos?
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