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Acabemos con la culpa



Porque seré propicio a sus injusticias, y nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades. (Hebreos 8:12)


¿Creemos que existe algo que sea demasiado difícil para Dios? Imaginemos que somos otra cristiano, uno que ha cometido un pecado tan horroroso que piensa que sencillamente no puede imaginar que Dios lo pueda perdonar por lo que hizo.


En un artículo que hablaba acerca del perdón, el pastor Charles Stanley escribió acerca de una conversación que tuvo con una adolescente que le resultaba muy difícil creer que Dios podía perdonarle sus pecados sexuales. Ella le dijo que era cristiana y que muchas veces había pedido a Jesús que la perdonara. Aunque sabía que la Biblia dice que Dios la había perdonado, ella no lo creía y se sentía sucia en su corazón.


Esa adolescente pensó que había encontrado algo que era demasiado difícil para Dios, es decir, perdonar sus inmundos pecados. A decir verdad, cuando tenemos este tipo de actitud frente a nuestros pecados, me refiero a que cuando nos decimos que nuestro pecado es tan malo que Dios no nos puede perdonar, estamos dudando de su poder, nos volvemos en creyentes incrédulos y más encima nos estamos robando a nosotros mismos los grandes dones de una limpia conciencia y comunión con Dios (1 Juan 1:5–10).


Una cosa que debemos entender, es que nuestro enemigo desea que nosotros dudemos de Dios, de su amor, de su perdón, ¿con qué fin? Para que estemos presos de la culpa y el remordimiento, y así no podamos de una comunión íntima con Dios. Pregunto: ¿Están nuestros corazones atrapados en las frías garras del sentimiento de culpa? ¿Está nuestro gozo siendo estrangulado, haciéndonos olvidar que el perdón de Dios no se basa en lo que hicimos o dejamos de hacer, sino en lo que el Señor hizo en la cruz? Mis hermanos, si nos hallamos en esta situación, debemos decir como el padre del joven lunático: «Creo; ayuda mi incredulidad» (Marcos 9:24). Además, debemos pedir perdón por ser como el apóstol Tomás que no creyó, a quien el Señor le tuvo que decir: «Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente» (Juan 20:27).


No creamos las mentiras del diablo, sino que pidámosle a Dios que nos ayude a creer en la todopoderosa obra del Señor, para así poder gozar a cada momento de la inagotable y maravillosa gracia de nuestro Dios.


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