Versión en video: https://youtu.be/nlsBLB3roMY
Así que acerquémonos con toda confianza al trono de la gracia de nuestro Dios. Allí recibiremos su misericordia y encontraremos la gracia que nos ayudará cuando más la necesitemos. (Hebreos 4:16 NTV)
Es común que, cuando hemos pecado, el enemigo susurre a nuestra mente: “No eres digno de acercarte a Dios.” “¿Cómo te atreves a orar después de lo que hiciste?” Estos pensamientos buscan alejarnos del único lugar donde podemos encontrar restauración: la presencia de Dios.
El pecado ciertamente nos separa de Dios (Isaías 59:2), pero es importante recordar que nuestra dignidad para acercarnos a Él no está basada en nuestras obras o nuestra perfección, sino en el sacrificio de Jesucristo. A través de su sangre derramada, somos hechos justos y reconciliados con Dios (Romanos 5:8–10).
Ayer citaba el versículo de 1 Juan 1:9, en donde se nos promete que: Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad. Porque no hay pecado tan grande que su gracia no pueda cubrir, ni caída tan profunda de la que su mano no pueda levantarnos.
Por ejemplo, el rey David, quien, a pesar de su pecado grave, reconoció su culpa y clamó a Dios con un corazón contrito. En el Salmo 51:10, David pide: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí”. Luego, en el versículo 12, dice: “Vuélveme el gozo de tu salvación”. A pesar de su falta, él sabía que podía acudir a Dios en busca de perdón y restauración.
Mis hermanos, mientras que el pecado nos lleva a sentir vergüenza y alejarnos de Dios, su Palabra nos invita a correr hacia Él, no a escondernos. Si nos sentimos indignos de orar o de estar en la presencia de Dios, recordemos que su trono no es un trono de juicio para aquellos que se acercan en fe, sino un trono de gracia. No se trata de lo que hemos hecho o dejado de hacer, sino de lo que Cristo ya hizo por nosotros. La cruz es la evidencia de que Dios nos ama y nos espera con los brazos abiertos.
No permitamos que la culpa nos paralice y nos aleje de nuestro Dios; más bien, dejémonos impulsar, para rendirnos ante Dios con un corazón humilde. Al confesar nuestros pecados, experimentas el poder purificador de su gracia y la restauración de nuestra comunión con Él.
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