Pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado. (1 Juan 1.7 RVR60)
Cuando la luna desapareció, la oscuridad cayó sobre nuestra aldea en el bosque. A los relámpagos que surcaban el cielo les siguieron ruidosos truenos y abundante lluvia. Despierto y con miedo, ya que era un niño, ¡imaginaba toda clase de monstruos horripilantes a punto de lanzarse sobre mí! Sin embargo, al amanecer, los ruidos habían desaparecido, el sol salió y la calma retornó mientras las aves cantaban jubilosas. El contraste entre la terrorífica oscuridad de la noche y el gozo de la luz del día era marcadamente notorio.
La experiencia de este hermano, nos recuerda lo dicho en el libro de Hebreos:
Porque no os habéis acercado al monte que se podía palpar, y que ardía en fuego, a la oscuridad, a las tinieblas y a la tempestad, al sonido de la trompeta, y a la voz que hablaba, la cual los que la oyeron rogaron que no se les hablase más, porque no podían soportar lo que se ordenaba: Si aun una bestia tocare el monte, será apedreada, o pasada con dardo; y tan terrible era lo que se veía, que Moisés dijo: Estoy espantado y temblando. (Hebreos 12.18–21 RVR60)
El escritor de Hebreos recuerda cuando los israelitas tuvieron una experiencia tan oscura y turbulenta en el Monte Sinaí que se escondieron de miedo (Éxodo 20:18-19). La presencia de Dios, aun al darles con amor la ley, los aterrorizó. Y esto se debía a que, por ser pecadores, no podían vivir a la altura de los estándares divinos. Su pecado los llevaba a andar en tinieblas y con temor, tal como leemos en los versículos de más arriba.
Sin embargo, Dios es luz; y en Él, no hay tinieblas (1 Juan 1.5). Y todo aquel que sigue al Señor Jesús, «no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8:12). Así que, hermanos, aprendamos a vivir y gozar de esta nueva luz, porque no debemos temer, sino gozarnos en la presencia de Dios, pues hemos sido hechos justos por el sacrificio del Señor Jesús.
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