Cuando a Dios haces promesa, no tardes en cumplirla; porque él no se complace en los insensatos. Cumple lo que prometes. Mejor es que no prometas, y no que prometas y no cumplas. No dejes que tu boca te haga pecar, ni digas delante del ángel, que fue ignorancia. ¿Por qué harás que Dios se enoje a causa de tu voz, y que destruya la obra de tus manos? (Eclesiastés 5:4–6).
La noche en que se graduó de la Facultad de Medicina, el Dr. Howard A. Kelly, cirujano y ginecólogo de fama mundial, escribió en su diario: «Entrego mi tiempo, mi capacidad, mi ambición y a mí mismo, todo, a Él. Bendito Señor, santifícame en mi servicio a Ti; no me des ningún éxito mundano que no me acerque más a mi Salvador».
Puede que durante nuestra vida como creyentes, hayamos tomado un compromiso con Dios. Y asimismo, puede que durante un tiempo, o quizás algunos años, estuvimos firmes en aquella promesa echa al Señor. No obstante, hoy no lo estamos. Esto es un problema, porque según leemos en los versículos del encabezado, vemos como a Dios no le agrada esta actitud de nosotros. Y si nos fijamos bien, actuar de esta manera, es pecado delante de Él. Quizás para nosotros dejar de lado lo que un día nos comprometimos a hacer delante de Dios no sea tan grave. Pero si miramos lo que El Señor Jesús dijo en Lucas 9:62: «Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios», nos podremos dar cuenta de lo grave que es esta situación a los ojos de Dios. Actuar así nos convierte en personas no aptas, no adecuadas para el reino de Dios. ¿Es así como queremos ser?
No sé cuál sea la razón para haber abandonado aquel compromiso para con Dios, quizás sea a causa tiempos difíciles porque nos soltamos de su mano, o es porque nuestras Biblias se han llenado de polvo de tanto tiempo que no la leemos; o puede ser que los afanes de esta vida nos hayan consumido. Si es así, necesitamos ser restaurados por Dios. Pero aquí está la buena noticia, que nuestro Dios es un restaurador. En su Palabra se nos muestra una y otra vez esta verdad. Pero el ejemplo más cercano que tenemos es cuando restauró nuestras vidas el día que nos dio de su salvación.
¡Ya es tiempo de dejar el letargo y las excusas! Mejor, pidamos a Dios, tal como lo hacía Asaf, diciendo: «Oh Dios de los ejércitos, restáuranos; haz resplandecer tu rostro, y seremos salvos» (Salmos 80:7). Así que, hermanos, levantémonos y volvamos a comprometernos con la obra de Dios.
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