Aconteció en los días que gobernaban los jueces, que hubo hambre en la tierra. Y un varón de Belén de Judá fue a morar en los campos de Moab, él y su mujer, y dos hijos suyos. El nombre de aquel varón era Elimelec, y el de su mujer, Noemí; y los nombres de sus hijos eran Mahlón y Quelión, efrateos de Belén de Judá. Llegaron, pues, a los campos de Moab, y se quedaron allí. (Rut 1:1–2)
Elimelec, como cabeza de su familia, tomó una muy mala decisión. En su tierra natal había hambre, y él, como padre de familia y proveedor, no podía suplir las necesidades básicas de los suyos. Por tanto, Elimelec tenía dos opciones:
Se quedaba (como el resto del pueblo de Belén) y afrontaba la situación con fe, confiando en que Dios proveería para sus necesidades.
Irse a tierras paganas en busca de alimento físico.
Todos sabemos la decisión que tomó. Pero si llevamos esto al plano espiritual, ¿en qué estado espiritual estaría Elimelec para tomar aquella pésima decisión? Cuando como creyentes no estamos muy bien en lo espiritual, tendemos a tomar decisiones apuradas siguiendo nuestra voluntad; y precisamente, me recuerda la característica del tiempo en el que vivía Elimelec: «En aquellos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía» (Jueces 17:6).
Pensar como Elimelec, es reflejo de que nuestra relación con el Señor no es la más cercana, porque si decidimos tomar las riendas de nuestra vida y buscar «la mejor opción» por nosotros mismos, claramente no estamos muy cerca de Él, pues no estamos confiando plenamente en Él.
Mis hermanos, hacer nuestra propia voluntad por sobre la de Dios, nunca nos lleva a buen puerto. Es cierto que a veces hay momentos en la vida que parece que Dios se está «demorando más de la cuenta» e imitamos el error de Elimelec.
Nosotros no debemos seguir el mal ejemplo de este hombre que lo llevó (y a su familia) a la ruina, sino que debemos confiar en Dios sin importar nuestros problemas. No desesperemos, sigamos esperando en el Señor, sin importar qué tan mal se vea la situación en la que estamos, recordando que la voluntad de Dios es buena, agradable y perfecta (Romanos 12:2).
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