Al que responde palabra antes de oír, le es fatuidad y oprobio. (Proverbios 18:13)
Viajando por México, un misionero se detuvo en un pueblo para predicar el Evangelio. En la tarde, como hacía mucho calor, se sentó frente a la casa donde pasaría la noche, listo para responder las preguntas que le harían los transeúntes. Un joven se acercó, miró al misionero a la cara y le dijo: —Vengo a hablar con usted porque no creo en lo que predica. Como respuesta, el misionero le prestó una Biblia, diciéndole: —Este libro es la Palabra de Dios. Léala. Luego, si lo desea, podremos hablar. Muy sorprendido, el joven tomó la Biblia, se sentó a la sombra de un árbol y empezó a leer.
Al día siguiente, el misionero se despidió de sus nuevos amigos. El joven también estaba allí y quiso acompañarlo una parte del camino. Al llegar al siguiente pueblo, le devolvió la Biblia y le dijo: —Es un libro interesante. No tengo preguntas para hacerle sobre lo que he leído. —Me alegra —dijo el misionero. La Palabra de Dios debe ser creída y no debatida. Siga estudiándola y hallará la vida eterna. Y le regaló aquella Biblia.
Veinte años después, el misionero volvió al mismo pueblo y reconoció al joven. Este pudo contar, gozoso, ante todos cómo había sido llevado al arrepentimiento y a la fe en el Señor Jesús mediante la lectura de la Palabra de Dios. La Biblia se había convertido en su mayor tesoro. Ya no deseaba debatir sobre su enseñanza, ¡pues la vivía! Ese es el poder de la Palabra de Dios. Bien dice en Jeremías:
¿No es mi palabra como fuego, dice el Señor, y como martillo que quebranta la piedra? (Jeremías 23:29)
Lo triste de todo esto, es que existen muchas personas que hablan en contra de las Escrituras, pero jamás las han leído. ¿Cómo se puede hablar de lo que no se conoce? Eso no es más que una demostración de la soberbia del ser humano de no querer someterse al Creador.
Pero ¿por qué a estas personas no les agrada la Palabra de Dios? «Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta» (Hebreos 4:12–13).
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