Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de las palabras de mi clamor? Dios mío, clamo de día, y no respondes; y de noche, y no hay para mí reposo.
Dice el doctor Guthrie: Hay coronas usadas por los monarcas cuyo valor no sería posible calcular. El precio pagado por las joyas es lo de menos importancia. Esas coronas costaron miles de vidas y ríos de sangre humana; pero en nuestra estimación la corona de Cristo es de más valor que todas las demás en conjunto. Cristo llegó a ser Rey en su muerte. Se humilló más que todos. Llegó a su reino por la puerta de la tumba y ascendió a su trono por medio de los escalones de la cruz.
Dios no libró a su Hijo de la divina ira justa contra el pecado. Al leer los versículos del encabezado podemos «entender» y mirar de lejos los sufrimientos del Señor. En ellos vemos cómo Dios no lo salvó, sino que lo desamparó para ampararnos a nosotros. ¿Acaso no es esta una maravilla?
¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino? Mirad, y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido; porque Jehová me ha angustiado en el día de su ardiente furor. (Lamentaciones 1:12)
Nuestro Señor sufrió horribles tormentos para que nosotros, sus criaturas pecadoras y rebeldes, no las tuviéramos que padecer. Él llevó nuestra maldición sobre su cuerpo Santo con el fin de darnos salvación y vida eterna.
Mis hermanos jamás dejemos de mirar aquella hermosa cruz con asombro y gratitud, ni tampoco dejemos de conmovernos por el dolor de nuestro Salvador, del mismo modo hagamos memoria de Él alabándole y glorificando su nombre, porque Él es digno de toda nuestra adoración y eterna gratitud por habernos salvado de aquella terrible condenación. Unamos cada día nuestras voces a los coros celestiales que proclaman:
Santo, Santo, Santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir. (Apocalipsis 4:8)
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