Hoy también hablaré con amargura; porque es más grave mi llaga que mi gemido. (Job 23:2)
Indiscutiblemente, la muerte es el hecho que provoca más lágrimas y dolor. La pérdida de un ser querido siempre causa un inmenso dolor. Una madre, después del suicidio de su hijo, se expresaba así: «Al dolor de la muerte se añade el sufrimiento debido a la incomprensión y la distancia de aquellos a quienes uno considera sus allegados». Hundida en su desesperación, tocaba el fondo del dolor: «Lloro y no escucho ni una voz que me consuele».
Sin embargo, Dios vive y desea consolar a los que pasan por el duelo o cualquier otra tribulación: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios» (2 Corintios 1:3–4). Pero para ser consolado por alguien, hay que conocerlo; la simpatía de un desconocido es un débil consuelo. Los que tienen una relación viva y personal con Dios mediante la fe en Jesucristo pueden dar testimonio de que Él es un «pronto auxilio en las tribulaciones» (Salmo 46:1).
El Señor Jesús, cuando vivía en la tierra, cuando supo que su amigo Lázaro estaba enfermo, fue hacia la familia angustiada, y lloró ante la tumba (Juan 11:35). El Hijo de Dios que vino a la tierra, también conoció la soledad y el sufrimiento, y dijo: «Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé» (Salmo 69:20). De manera que ahora puede compartir la pena de los que lloran, y consolarlos.
Nuestro Dios no es un Dios lejano, indiferente a nuestras desgracias. En su Palabra nos dice: «Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros» (Santiago 4:8).
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