A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer. (Juan 1:18)
Dios, el único Rey eterno, inmortal, e invisible, habita en una luz inaccesible (1 Timoteo 6:16). Su naturaleza divina es ser espíritu (Juan 4:24), lo que significa que no está limitado por las restricciones físicas ni puede ser contenido por los confines del tiempo o el espacio. Para los seres humanos, que somos finitos y limitados, y esta verdad puede parecer desconcertante. ¿Cómo podemos conocer y relacionarnos con un Dios al que no podemos ver ni tocar? ¿Cómo podemos conocer a quien habita en luz inaccesible?
La respuesta está en Jesucristo. En su infinita misericordia, gracia y amor, Dios no nos dejó en la oscuridad, sino que envió a su Hijo unigénito al mundo para revelarse plenamente. Jesucristo no solo fue el mediador entre Dios y la humanidad; Él mismo es la imagen del Dios invisible (Colosenses 1:15), y el que nos mostró al Padre (Juan 14:8–11). Cuando miramos a Cristo, vemos al Padre. Sus palabras, sus acciones, y su carácter son una revelación perfecta de quién es Dios.
Nuestro Señor Jesús declaró: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Juan 14:9). En su vida terrenal, el Señor reflejó la santidad, justicia, y amor de Dios. Sanó a los enfermos, perdonó a los pecadores, extendió misericordia a los marginados y nos mostró cómo vivir en completa obediencia al Padre. Su sacrificio en la cruz y su gloriosa resurrección testifican del amor infinito y la justicia perfecta de Dios.
Además, Cristo no solo reveló a Dios a través de sus acciones, sino también a través de su enseñanza. Él habló palabras de vida eterna (Juan 6:68), nos enseñó a orar al Padre, y nos reveló el camino a la salvación, diciendo: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mí»(Juan 14:6).
Hoy, aunque no podemos ver a Dios con nuestros ojos físicos, sin embargo, podemos conocerlo íntimamente a través de Cristo. Al leer los Evangelios, observamos cómo nuestro Señor Jesús vivió y actuó, y en Él encontramos a Dios. Además, a través de la obra del Espíritu Santo, quien mora en nosotros, tenemos una comunión continua con el Dios vivo. Esto nos invita a vivir con un corazón agradecido y confiado. Aunque nuestros ojos físicos no perciban a Dios, nuestra fe nos lleva a verlo en todas las áreas de nuestra vida: en la creación, en su Palabra, en las respuestas a nuestras oraciones, y en la transformación de nuestro corazón.
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