A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer. (Juan 1:18)
En 2010, el filósofo, sociólogo e investigador francés, Frédéric Lenoir, escribió un libro llamado: «Cómo Jesús se hizo Dios». En este título se presenta al Señor Jesucristo de una manera completamente falsa; ya el título nos lo dice todo. Pero conforme a las Escrituras, sabemos de sobra que fue a la inversa, puesto que Dios se hizo hombre. En el evangelio de Juan, dice, por ejemplo, que: «aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros» (Juan 1:14), mientras que en Filipenses, leemos: «Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres» (Filipenses 2:5–7).
El Señor, a pesar de ser Dios, se hizo hombre por amor de nosotros. Se nos dice en Lucas 1 que el Señor fue concebido por el Espíritu Santo. Jesucristo, quien existe eternamente, tomó la forma de sus criaturas con el fin de venir a librarnos de la esclavitud del pecado y la condenación que este conlleva. Pero la encarnación del Señor, es un gran misterio revelado a la humanidad, uno que nos ha mantenido maravillados por siglos, tal como lo expresaba el apóstol Pablo: «Grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne» (1 Timoteo 3:16).
Verdaderamente, nuestro Señor, se hizo hombre y vivió entre nosotros. La encarnación de Cristo no fue una cosa parcial, es decir, que Dios llenó el cuerpo de Jesús. No, su Palabra es explícitamente clara al decirnos que en Cristo «habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Colosenses 2:9). Esta gloria divina brilla con tal resplandor que, desde hace más de 2000 años, lleva a pecadores a la convicción de pecado, les llama al arrepentimiento y a creer en el único que les puede salvar, el Señor Jesús. Y también, su Palabra nos enseña el Cristo es mucho más que un simple hombre: Perfectamente Dios y perfectamente hombre. Él es el Hijo unigénito de Dios, el Salvador que vino a traer el perdón divino, la salvación y la vida eterna. Honrémosle en este, su día, diciendo cómo lo hizo el apóstol Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (Mateo 16:16).
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