Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. (Juan 20:17)
Existe una diferencia importante entre los dos términos Dios y Padre empleados en el Nuevo Testamento para hablar de Dios. Cuando se emplea la palabra «Dios», generalmente, se usa destacando su soberanía. Mientras que cuando es llamado Padre, como lo hacía el Señor Jesús, es la manifestación de su íntima relación con Él, o de la que iba a establecer entre Dios y nosotros por su obra de gracia.
He aquí algunos ejemplos de lo dicho anteriormente: «El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano. El que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él» (Juan 3:35–36). «A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Juan 1:18). «El Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren» (Juan 4:23-24). «Nadie viene al Padre, sino por mí» (Juan 14:6). Por mencionar algunos.
El Señor Jesús siempre habló de Dios como su Padre, lo cual nos deja ver la relación entre el Padre y el Hijo. Por ejemplo, dijo el Señor: «No estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Juan 16:32). No obstante, para que nosotros pudiésemos tener esta relación preciosa con el Padre, el Señor Jesús tuvo que dar su vida en la cruz; allí nuestro Salvador soportó —en nuestro lugar— el juicio por nuestros pecados y la ira de parte del Dios tres veces Santo. Y fue debido a que se hizo pecado por nosotros (2 Corintios 5:21) que tuvo que experimentar la separación con su Padre, razón por la cual exclamó en la angustia de su alma: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mateo 27:46).
Y ahora, gracias a la obra de la expiación cumplida por el Señor Jesús, los cristianos podemos conocer a Dios como nuestro Padre, desarrollando una relación de intimidad como la que tiene el Señor. Cada creyente le puede hablar a Dios como a un Padre que le ama y le escucha atentamente. Y por sobre todas las cosas, le podemos adorar como «el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Efesios 1:3).
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