Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. (Juan 11:25–26)
En el estado de Oregón hay un arroyo llamado Riley, lo llamaron así en honor al «juez» Riley, un buscador de oro que estuvo en aquel lugar en los años 1800. Aunque trabajó incensamente durante 40 años, nunca encontró el tan preciado metal.
Una mañana temprano, su compañero descubrió una rica veta de oro cerca de donde acampaban. Corrió hacia donde estaba durmiendo Riley, gritando: «¡Despierta, Riley! ¡Somos ricos!» Sin embargo, Riley no se movió. Había muerto durante la noche, mientas dormía.
La mayoría de las personas viven como este hombre. Se pasan la vida trabajando en busca de una fortuna, de tener bienes materiales, de placeres o felicidad, y luego mueren. Entonces, ¿para qué seguir? —Podríamos preguntarnos. ¿Para qué pasar por una serie de interminables frustraciones en un mundo en que todos, tardo o temprano, terminamos bajo tierra? Parece inútil.
Pero esa no debe ser la realidad de los creyentes, me refiero a vivir solo para las cosas de esta vida. Nuestro Señor Jesús vino a este mundo, murió en la cruz y resucitó al tercer día, para que nosotros podamos vivir para siempre, como dice el versículo del encabezado. Mis hermanos, nosotros no vivimos una vez, vivimos dos. Así que, no lo hagamos como si esta fuera la única vida.
Nosotros tenemos una gran ventaja frente a las personas del mundo, ya que la nuestra vida futura, en los cielos con Cristo, nos permite soportar las dificultades del presente. Podemos vivir en cuerpos quebrantados, arruinados por un tiempo. Podemos encarar la soledad, la angustia y el dolor que nos aqueja. Mis hermanos, no tenemos que «tenerlo todo» en esta vida, pues eso lo tendremos en la siguiente.
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