Y le seguía una gran multitud del pueblo, y de mujeres que lloraban y hacían lamentación por Él. Pero Jesús, volviéndose a ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. (Lucas 23:27–28)
El contexto de este pasaje es uno de los momentos más dolorosos y críticos en la vida del Señor Jesús: su camino hacia el Calvario. Mientras llevaba la cruz, una multitud de personas lo seguía, entre ellas mujeres que lloraban por Él. En medio de su sufrimiento físico y emocional, el Señor mostró una misericordia y compasión que trasciende lo humano. En lugar de pedir consuelo para sí mismo, les pidió a las mujeres que oraran por ellas y sus hijos, señalando los tiempos difíciles que vendrían sobre ellos.
Este pasaje nos revela el profundo amor y la misericordia de Dios. Nuestro Señor Jesús, quien estaba a punto de enfrentar una muerte atroz, no se centró en su propio dolor, sino en el bienestar espiritual de los demás. Esto es una muestra clara de cómo el amor de Dios va más allá de nuestras circunstancias inmediatas, de cómo nos ama con un amor que es imposible de comprender, a pesar de experimentarlo día con día, tras haber sido salvados por el Señor.
En su camino al Gólgota, y aun en medio de este sacrificio, su corazón estaba lleno de compasión por sus criaturas, a pesar de su rechazo y mofas, Él no dejaba de pensar en nosotros. Esto nos recuerda que, sin importar cuán alejados podamos sentirnos de Dios o cuán grandes sean nuestras cargas, su misericordia es más grande. Y siempre nos invita a volvernos a Él con un corazón arrepentido.
Así que, hermanos, demos gracias a nuestro Dios por su inmenso amor y misericordia que mostró en medio de su dolor y sacrificio. Jamás dejemos de recordar que su sufrimiento fue por darnos salvación, y que su compasión por nosotros nunca falla. Por tanto, alabemos a nuestro bendito Salvador por su amor y misericordia manifestados en la cruz del Calvario, «menospreciando el oprobio» (Hebreos 12:2), por causa de nuestras maldades.
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