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El mundo, lo que no debemos amar




No amen a este mundo ni las cosas que les ofrece, porque cuando aman al mundo, no tienen el amor del Padre en ustedes. Pues el mundo   ofrece un intenso deseo por el placer físico, un deseo insaciable por todo lo que vemos y el orgullo de nuestros logros y posesiones. Nada de eso proviene del Padre, sino que viene del mundo; y este mundo se acaba junto con todo lo que la gente tanto desea; pero el que hace lo que a Dios le agrada vivirá para siempre. (1 Juan 2:15–17 NTV)


Cuando pensamos en lo de amar al mundo, por lo general pensamos en su música, en que no debemos participar de su manera de hablar o de vestir, así como que tenemos que abstenernos de sus fiestas, las drogas, etc. Todo lo cual es cierto, pero eso no es todo lo que implica amar al mundo. El mundo no son solo las costumbres, las modas y las entretenciones que disfruta la gente sin Cristo, sino que también abarca este corrupto sistema, gobernado por el maligno (1 Juan 5:19). 


Amar al mundo implica desear las mismas cosas que desea la gente inconversa, de la misma forma que lo hacen ellos, es decir, poniendo todo su corazón, mente y fuerzas en ello. Por eso es que su Palabra nos dice: «No imiten las conductas ni las costumbres de este mundo, más bien dejen que Dios los transforme en personas nuevas al cambiarles la manera de pensar. Entonces aprenderán a conocer la voluntad de Dios para ustedes, la cual es buena, agradable y perfecta». (Romanos 12:2 NTV).


Muchas de las cosas de esta vida no son malas en sí, el problema se genera cuando deseamos las cosas de este mundo por sobre las de Dios. Y cuando esas cosas, ya sean materiales o no, nos alejan de Dios, significa que estamos amando más al mundo que a Dios. Por eso el llamado de Dios a no imitar al mundo, pues bien dijo el Señor, que no somos del mundo. Y quizás no somos conscientes de que estamos amando al mundo más que a Dios, por eso debemos orar a Dios como decía David: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno» (Salmos 139:23–24).


Mis hermanos, nunca olvidemos que nuestra ciudadanía está en los cielos (Filipenses 3:20), que mientras estemos en este mundo, debemos vivir como extranjeros y peregrinos (1 Pedro 2:11), ya que Dios nos sacó de la corriente del mundo (Efesios 2:2), por tanto, ya no debemos andar en ella nuevamente. Y jamás olvidemos que todo en el mundo se marchita, pasa y desaparece (1 Juan 2:17). Así que, busquemos las cosas eternas de Dios y no las perecederas del mundo.


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