Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado. (Romanos 4:7-8)
Muchas personas piensan que la palabra «pecado» ya no tiene lugar en la vida actual, y que nosotros, los cristianos, hablamos demasiado de ella. Consideran que el pecado es una noción de la Edad Media, inventada por el clero para imponer la religión, o una deficiencia de la que no somos responsables, que se cura mediante una terapia. Sin embargo, todo el mundo reconoce que un robo, una agresión o un asesinato son actos malos que deben ser reprochados, pero solo porque estas acciones causan daño a los demás. No obstante, para Dios la más mínima mentira o un pensamiento de orgullo, por ejemplo, también son pecado.
La Biblia habla de ello, y quizá también nuestra conciencia lo haga, si aceptamos escucharla, claro. En realidad, el pecado es una oposición consciente o inconsciente, deliberada o no, a la voluntad del Dios santo. Básicamente, todo lo que es contrario a su voluntad, a su amor, a su bondad y a su sabiduría, es pecado. Más precisamente, la Biblia llama pecado a la injusticia. ¿Qué significa esto? Que conozco la enseñanza de la Palabra de Dios y, a pesar de esto, actúo de forma contraria a lo que ella manda. Su Palabra también llama pecado a la conducta que ignora a Dios, es decir, a todo aquel que vive como si Dios no existiese.
Entonces, ¿quién podría decir que no ha pecado? Lo cierto es que nadie, su Palabra, es clara en esto, pues dice: «Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:22–23). Es cierto que la Biblia describe nuestras faltas, no obstante, también anuncia que el Señor Jesús llevó en la cruz el castigo por todos nuestros pecados. Por esta razón, es necesario —y suficiente— creer la Palabra de Dios, que nos dice que: «La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7). ¿Cree usted esto?
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