No andarás chismeando entre tu pueblo. No atentarás contra la vida de tu prójimo. Yo Jehová. (Levítico 19:16)
En nuestra vida diaria, las palabras que decimos tienen un poder inmenso. Pueden construir o destruir, sanar o herir. Dos de las formas más destructivas en que podemos usar nuestras palabras son el chisme y la calumnia. Estos no solo afectan a aquellos de quienes hablamos, sino que también corrompen nuestro propio corazón y dañan nuestra relación con Dios. El chisme es hablar de los asuntos de los demás, generalmente con la intención de esparcir información negativa o privada. La calumnia, por otro lado, es mentir o exagerar para dañar la reputación de alguien. Ambas son pecados graves que se oponen al amor y la verdad que Dios nos manda a vivir.
El hombre perverso levanta contienda, y el chismoso aparta a los mejores amigos (Proverbios 16:28). En este pasaje, las Escrituras nos advierten de que el chisme no solo causa daño a la persona de la que se habla, sino que tiene el potencial de destruir relaciones. Precisamente, esta son unas de las cosas que Dios aborrece: «El testigo falso que habla mentiras, y el que siembra discordia entre hermanos» (Proverbios 6:19). Dios aborrece la mentira y la maldad en todas sus formas. No obstante, la calumnia, que es una mentira con la intención de dañar, es particularmente despreciable para Él. Y cuando mentimos sobre otros, estamos practicando una forma de violencia contra ellos, que Dios claramente condena.
El chisme y la calumnia son pecados serios que dañan tanto a quienes los propagan como a quienes son objeto de ellos. Como cristianos, debemos esforzarnos por usar nuestras palabras para edificar y bendecir a los demás, recordando siempre que seremos responsables ante Dios por cada palabra que digamos, pues dijo el Señor: «Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio. Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado» (Mateo 12:36–37).
Mis hermanos, si hemos caído en estos pecados, pidamos a Dios que nos perdone por las veces que hemos permitido que palabras destructivas salieran de nuestras bocas, por hacernos despreciables a sus ojos. Asimismo, pidamos que nos ayude a controlar nuestras lenguas (Salmos 141:3), y a hablar siempre con amor y verdad (Colosenses 4:6), para que nuestras palabras sean siempre para edificar y no para destruir. Recordando que todo lo que les hacemos a nuestros hermanos, al Señor se lo hacemos.
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