Aun el muchacho es conocido por sus hechos, si su conducta fuere limpia y recta. (Proverbios 20:11)
Hace algún tiempo leí la curiosa historia de un pobre niño, cojo, que se dirigía a la estación con toda la velocidad que le permitían sus muletas y el cesto que llevaba lleno de fruta y algunos caramelos. Con las prisas y los empujones, alguien le dio un golpe, y allí se fue por el suelo el cesto y su contenido. El hombre que había sido causa del accidente —un apresurado viajero— solo se detuvo el momento preciso para increpar al pobre inválido por haberse cruzado en su camino. Otro caballero, sin embargo, se acercó y compadecido del muchacho, recogió todo lo que estaba en el suelo, y colocándolo de nuevo en el cesto, y añadió además un poco de dinero, al tiempo que decía:
—Lo siento, hijito, es todo cuanto puedo hacer por ti.
El muchacho le miró lleno de gratitud, y con voz que traslucía su candor, preguntó:
—Perdone, Señor, ¿es usted Jesús?
El niño hacía poco que asistía a una escuela dominical, donde había oído hablar por primera vez de los hechos y carácter de Jesucristo.
Existen muchas personas que se dedican a imitar a otros, especialmente en la televisión siempre hay un imitador que es famoso. Pero para poder hacerlo, estas personas necesitan pasar tiempo analizando a quién van a imitar, para ello deben actuar de la misma manera, hablar como ellos, usar sus expresiones, muletillas, inflexiones de la voz, etc.
Los creyentes debemos imitar a estar personas, ya que tenemos el mandamiento divino de: «Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados» (Efesios 5:1). Pregunto: aquellos que nos rodean, ¿ven en nosotros un símil de Cristo? ¿Nos parecemos en algo a Él? ¿Lo conocemos lo suficiente como para saber qué debemos imitar? De ahí que nuestro testimonio sea tan importante, hermanos, porque será lo único que algunas personas verán de Dios. Pongamos diligencia en este mandamiento, pasemos tiempo analizando y aprendiendo a ser como nuestro Señor, para que algún día alguien nos pueda preguntar:
¿Es usted Jesús?
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