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Hacer morir la ley de nuestros miembros




¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Romanos 7:24)


El apóstol Pablo, hablando de su propio pecado que lo llevaba cautivo a hacer el mal, dijo aquellas palabras que leemos en el versículo del encabezado. Bien sabemos que el primer hombre creado (Adán), dejó la comunión íntima que tenía con su Creador al desobedecerle y comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Tras comer del fruto prohibido por Dios, tanto él como su esposa Eva, murieron espiritualmente. Aquella desobediencia desencadenó nuestra ruina espiritual, ya que el pecado pasó a todos nosotros (Romanos 5:12). 


Desde aquel fatídico día, los seres humanos estamos inclinados a hacer lo malo desde la cuna, pues no es necesario que hagamos algún esfuerzo para hacer el mal, por el contrario, nos cuesta mucho hacer el bien, puesto que debemos esforzarnos para ello, no así el mal, ese nos sale natural. Por ejemplo, no nos cuesta nada ser egoístas, mentirosos, mal agradecidos, desobedientes, etc. Sin embargo, nos cuesta mucho ser generosos, obedientes, hablar siempre con la verdad, hacerle bien a nuestros semejantes, etc.


De igual forma, como dice en el encabezado: «¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» Cada creyente que desea de todo corazón vivir en santidad, clama de la misma manera cuando comete un pecado. Pues a medida que buscamos la santidad de Dios, nuestro odio por nuestros propios pecados crece en directa proporción, es decir, cuando crece la santidad, igualmente, crece el odio hacia nuestro propio pecado que mora en la carne.


¿Queremos evitar pecar? Es necesario que oigamos la voz de Dios que nos dice: «Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional» (Romanos 12:1). En otras palabras, como decía el Señor Jesús, debemos tomar nuestra cruz cada día, y seguir en pos de Él (Lucas 9:23), para de esta manera podamos hacer morir lo terrenal en nosotros (Colosenses 3:17). Sin embargo, no debemos olvidar lo dicho por nuestro Salvador: «Porque separados de mí, nada podéis hacer» (Juan 15:5). Esta batalla contra el pecado que mora en nosotros, debe ser hecho con la ayuda de Dios, ya que sin ella, fracasemos estrepitosamente. Así que, echemos mano del poder de Dios para evitar pecar, recordando que en Él somos más que vencedores (Romanos 8:37).

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