Porque a este es dada por el Espíritu, palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe por el mismo Espíritu, y a otro, dones de sanidades por el mismo Espíritu. A otro, el hacer milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversos géneros de lenguas; y a otro, interpretación de lenguas. Pero todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere. (1 Corintios 12:8–11)
Había dos águilas. Y una de ellas podía volar más alto que su compañera, cosa que a esta no le gustaba nada. Un día, la más torpe habló con un cazador y le pidió que disparara contra su rival. El cazador le dijo que lo haría de buen grado si tuviese plumas adecuadas para las flechas. Entonces el águila arrancó dos plumas de sus alas y se las entregó. El cazador disparó sus flechas, pero no alcanzaron al águila, que volaba demasiado alto. La compañera envidiosa siguió arrancándose plumas para que el cazador disparara más flechas, hasta que al fin se arrancó tantas que ya no pudo volar, y el cazador la mató en el suelo. Si eres envidioso, piensa que, a fin de cuentas, a la única persona a la cual harás daño es a ti mismo.
Tantas veces nos olvidamos de que somos parte de un cuerpo, y que cada miembro tiene una función específica, necesaria y única, la cual ha sido puesta ahí por el Espíritu Santo para el desarrollo necesario de la iglesia local (Leer 1 Corintios 12:13–27). El problema es que, muchas veces, envidiamos a los que tienen tal o cual don, en vez de poner el o los que Dios nos dio a disposición para el bien de la iglesia local.
Ahora, el diablo siempre nos hará sentir como inservibles o inútiles, que no servimos para la obra de Dios, y que debido a nuestra inutilidad, Dios no nos puede, ni quiere usarnos. Si bien somos siervos inútiles (Lucas 17:10), porque no podemos hacer nada por nosotros mismos (Juan 15:5), no obstante, Dios puede usar —y usa— a cualquiera.
Mis hermanos, todo creyente, forma parte de lo necio, lo débil, lo vil y lo despreciado del mundo (1 Corintios 1:27–29). Sin embargo, Dios desea usarnos para su reino, para su gloria y, por tanto, lo que debemos hacer, en vez de codiciar lo que Dios les dio a otros hermanos, es poner a su disposición —y de la iglesia local— nuestros dones, diciendo como Isaías: «Heme aquí, envíame a mí» (Isaías 6:8). Así que, dejemos la envidia y hagamos con gozo lo que Dios desea que hagamos para su gloria.
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