¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? (Salmos 139:7)
Al comienzo de la historia del mundo, Adán y Eva vivían en la inocencia, rodeados de la bondad de Dios. Hasta que la voz de la serpiente se hizo oír: «¿Conque Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto?» (Génesis 3:1). El diablo había tomado esta forma y trataba de sembrar la duda en el corazón de la mujer con el fin de que desobedeciera a Dios. La promesa del padre de mentira (Juan 8:44) fue: «No moriréis» (Génesis 3:4), engañando así a la mujer y haciéndola caer en pecado.
Cada uno de nosotros conoce muy bien esa voz interior que suele influenciar nuestro espíritu, de la que nos habla Santiago, cuando dice: «sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido» (Santiago 1:14). Pero también la misma voz de la serpiente antigua, que hasta el día de hoy intenta seducirnos a pecar y para hacernos dudar del amor de Dios. Esto último es el origen de la desobediencia de Adán y Eva, aquella duda con respecto a su amor y a su Palabra, y todo debido a la seducción del diablo.
La Biblia nos dice que tan pronto como el ser humano desobedeció a Dios, el hombre y la mujer tuvieron miedo y quisieron huir de su Creador, «ocultándose» (como si eso fuese posible) entre los árboles del huerto (Génesis 3:8). ¿Nos reconocemos en Adán y Eva que se escondieron en el huerto del Edén para no encontrarse con Dios? ¿Acaso no nos «ocultamos» de Dios para pecar, cuando pensamos que nadie nos ve?
Su Palabra nos deja en claro, por ejemplo, en el salmo 139, que no existe lugar donde podamos ocultarnos de la presencia de Dios, menos aun para pecar. Otras veces queremos irnos lejos de Él para pecar «tranquilamente». ¡Qué torpes somos al querer huir de Dios!
Dios nos hace la misma pregunta que le hizo a Adán: «¿Dónde estás tú?» Sí, en nuestros quehaceres, en nuestro tiempo libre, en nuestras actividades cotidianas, ¿dónde estamos? ¿O es que acaso estamos queriendo huir lejos de Dios? ¿O, por el contrario, somos de los que le buscamos cada día? Ciertamente, Él nos busca, pues «nos anhela celosamente» (Santiago 4:5). Por eso nos dice el mismo Santiago:
Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros. Pecadores, limpiad las manos; y vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones. (Santiago 4:8)
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