Alábete el extraño, y no tu propia boca; el ajeno, y no los labios tuyos. (Proverbios 27:2)
En un mundo que constantemente nos empuja a buscar la validación y el reconocimiento, es fácil caer en la trampa de ser autorreferentes, hablando constantemente de nuestras habilidades, lo que hacemos, nuestros logros y deseos. Sin embargo, la Palabra de Dios nos llama a una vida centrada en Cristo y en los demás, en lugar de en nosotros mismos. ¿Por qué? Porque ser autorreferentes es una forma de autoglorificación, en vez de exaltar a Dios. Y la Palabra de Dios es clara al respecto:
Así dijo Jehová: No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en sus riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra; porque estas cosas quiero, dice Jehová. (Jeremías 9:23–24)
Dios nos enseña que nuestra alabanza no debe estar en lo que somos, hacemos o tenemos, sino en conocerle a Él. Ser autorreferente es contrario a esta enseñanza, pues desplaza el foco de Dios a nosotros mismos. Y nuestra mayor gloria debe estar en conocerlo a Él y ser un reflejo de Jesucristo (Mateo 11:29).
No obstante, existe un problema, porque cuando somos autorreferentes, no nos damos cuenta de que lo somos, hasta que alguien nos lo hace notar. Alguien podría preguntarse, ¿cómo saber si soy autorreferente? Primero, necesitamos analizar si seguidamente hablamos de lo que hacemos para Dios, de cómo nos habla, del tiempo que pasamos en oración o en la meditación de su Palabra, si hablamos de que hicimos esto y aquello para Dios. En segundo lugar, preguntemos a quienes nos rodean: Puede ser nuestra familia, quizás algún hermano de confianza que tengamos en la iglesia local donde nos congregamos, de quien sabemos que recibiremos una respuesta honesta.
Mis hermanos, el llamado de Dios, es claro: no debemos ser autorreferentes, sino que es necesario que vivamos una vida de humildad y servicio, centrada en Él y en los demás. Cuando vivimos así, dejamos de enfocarnos en nosotros mismos, y comenzamos a vivir una vida que realmente refleja el carácter de Cristo, una vida que bendice a los demás y glorifica a Dios. Así que, pidámosle a Dios que, cada día, busquemos, no nuestra propia gloria, sino la gloria de nuestro Señor y Salvador.
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