¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento? (Romanos 2:4)
En cierta ocasión, un predicador hablaba a un grupo de granjeros y les decía: Algunos hombres son como ciertos animales, que no pueden mirar arriba a menos que estén tumbados de espaldas. Afanados por las cosas de aquí abajo, no encuentran tiempo más que para sembrar, trabajar, etc. Hasta que el Señor, en su misericordia, les tumba de espaldas: alguna enfermedad, un desastre, aflicción, etc. Entonces se dan cuenta de que «arriba» hay algo de mucho más valor que todas aquellas cosas que con tanto afán buscaron por el suelo.
Tantas veces actuamos de esta manera, otras veces nos apartamos de Dios, dejamos de buscarle como lo principal de nuestras vidas, pero lo que no deja de impresionarme, es la paciencia que Dios tiene. Por lo general, como seres humanos, somos prontos a juzgar los errores de otros, nuestros dedos acusadores están listos y dispuestos a levantarse, aunque sea que se levanten en nuestras mentes y corazones. Sin embargo, Dios no es como nosotros.
Dios no es permisivo con el pecado, no, puesto que lo aborrece, sin embargo, no es rápido para condenar, sino que Él mismo nos dice que es «lento para la ira, y grande en misericordia» (Salmos 103:8). Lo vimos en nuestro Señor, por ejemplo, cuando perdona a la mujer adúltera en Juan 8:1–11. Él era el único que podía lanzar la piedra, puesto que era sin pecado, no obstante, sus palabras fueron: «Ni yo te condeno; vete, y no peques más» (Juan 8:11).
Mis hermanos, tantas veces, Dios tiene paciencia con sus criaturas, incluso siendo sus hijos. Debido a nuestro actuar, merecemos ser castigados por Él, cualquier disciplina de su parte estaría absolutamente justificada, pero, en cambio, lo que recibimos de su parte, es su amor, su cariño, su compasión, ¿por qué? Su Palabra nos lo revela, diciéndonos: «Porque él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo» (Salmos 103:14).
¿Acaso no merece nuestra gratitud y adoración? Así que, doblemos nuestras rodillas, elevemos nuestras voces al bendito y paciente Dios que tenemos, diciendo: ¡Gracias, mi Dios, porque tuviste compasión de mí, y me esperaste! No me castigaste, sino que me has mostrado todo amor y compasión.
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