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La envidia, la sutil arma del maligno




El corazón apacible es vida de la carne; mas la envidia es carcoma de los huesos. (Proverbios 14:30)


Cuenta una antigua leyenda que unos demonios inexpertos encontraban grandes dificultades para tentar a un ermitaño consagrado. Le incitaban con toda clase de tentaciones, pero no podían seducirlo. Frustrados, los novatos volvieron a Satanás y le contaron sus apuros. Él les respondió que habían sido demasiado duros con el monje. —Enviadle un mensaje —les dijo— de que su hermano acaba de ser nombrado obispo. Llevadle buenas noticias. Siguiendo el consejo de su jefe, los demonios comunicaron al buen ermitaño las gratas noticias acerca de su hermano. Y en el mismo instante se hundió en un ataque de celos. Cuando regresaron los demonios a informar a Satanás del resultado, este instruyó a sus subordinados, diciéndoles: 

—¿Os dais cuenta? La envidia y los celos son frecuentemente las mejores armas contra aquellos que buscan la santidad. Si se les ataca con la prosperidad de otros, la victoria está asegurada. 


Satanás, desde el principio, ha buscado que cometamos sus mismos pecados, pues él codició la posición de Dios, queriendo ser como Él, deseando sentarse en un trono junto a Dios (Isaías 14:13–14). En Edén lo vemos tentando a Eva de la misma forma, para que deseara ser como Dios, pues le dijo: «No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal» (Génesis 3:4–5). Y lo mismo hace con nosotros. Él usa la envidia como un arma muy sutil, porque la puede disfrazar de una simple «admiración» de lo que algún hermano tiene, por ejemplo, un don de evangelista, o quizás la forma de ser tan dulce de una hermana, o la situación económica de un vecino, compañero de trabajo o un hermano de la iglesia donde nos congregamos. 


Tengamos cuidado de este pecado tan peligroso, que nos hace desear lo que no tenemos y que otros sí poseen, en vez de mirar lo que Dios sí nos ha dado y que otros no tienen. Además, en el versículo del encabezado, se nos dice que la envidia es tan corrosiva que nos puede, incluso, afectar hasta lo más profundo de nuestro ser, como una especie de cáncer que carcome nuestros huesos. Llegando a enfermarnos, literalmente, de los huesos, debido a nuestra envidia.


Pidamos a Dios que nos libre de caer en dicho pecado, que jamás sintamos envidia de lo que Dios les ha dado a otras personas, y en especial, a nuestros hermanos, sino que estemos satisfechos con lo que Él sí nos dio. 

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