Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. (Juan 11:25)
La resurrección de Cristo es el evento central de nuestra fe cristiana. Sin ella, nuestra fe sería vana, y nuestras esperanzas se desvanecerían, volviéndonos los más dignos de conmiseración (1 Corintios 15:19). Pero, gracias a Dios, que nuestro Señor Jesús no quedó en la tumba, sino que al tercer día, venció a la muerte y resucitó, demostrando que Él es el Hijo de Dios y el Salvador del mundo.
Cuando consideramos la resurrección de nuestro Señor, somos llamados a ver más allá del dolor y la desesperación que pueden rodearnos en este mundo. Cristo resucitado nos asegura que la muerte no tiene la última palabra (1 Corintios 15:55). En su victoria sobre la muerte, Él nos ofrece una esperanza que trasciende cualquier circunstancia terrenal.
Esta esperanza no es una vaga ilusión; es una esperanza viva (1 Pedro 1:3) y poderosa, basada en la realidad de que nuestro Señor vive y reina por los siglos de los siglos. Y, por tanto, sabemos que, así como Él resucitó, nosotros también resucitaremos un día para estar con Él por toda la eternidad. Esta promesa nos da la fortaleza para enfrentar las pruebas y tribulaciones de la vida, sabiendo que el sufrimiento de este tiempo presente no se compara con la gloria que ha de manifestarse en nosotros (Romanos 8:18).
La resurrección de Cristo también nos recuerda que nuestra fe no es solo para este mundo. Vivimos con la mirada puesta en la eternidad, donde no habrá más dolor, lágrimas ni muerte. Esto nos motiva a vivir con propósito y a compartir esta esperanza con los demás, para que también ellos puedan conocer el amor y la salvación que solo Jesús ofrece.
Mis hermanos, hoy, reflexionemos en cómo la resurrección de Cristo impacta nuestras vidas diariamente. Pero ¿estamos viviendo con la esperanza y la alegría que provienen de saber que la muerte ha sido vencida? ¿Estamos compartiendo esa esperanza con los demás? Dejemos que la realidad de la resurrección transforme nuestra perspectiva y llene nuestros corazones de la bendita esperanza divina.
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