Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. (Mateo 11:29)
Este versículo lo uso casi a diario, pidiéndole al Padre que me transforme para ser mando y humilde como su Hijo. Sin embargo, nunca me ha dejado de impresionar la humildad de Dios, y la humildad que nos mostró el Señor. Ya desde el momento de su nacimiento, nos mostró su humildad. Es algo inexplicable, como el soberano, creador de todo y dueño de toda la creación, nace humildemente en un pesebre. Debiendo haber nacido en el más suntuoso y opulento de los palacios, decide nacer en la bajeza.
La humildad de Dios se nos viene mostrando desde la antigüedad, ya que leemos en el Deuteronomio, dice lo siguiente:
Y me habló Jehová, diciendo: He observado a ese pueblo, y he aquí que es pueblo duro de cerviz. Déjame que los destruya, y borre su nombre de debajo del cielo, y yo te pondré sobre una nación fuerte y mucho más numerosa que ellos. (Deuteronomio 9:13–14)
¿Nos alcanzamos a dar cuenta de tamaña humildad? El soberano de la creación, el Altísimo Dios, Rey de reyes y Señor de señores, le dice a su criatura que deje que no se interponga para que Él pueda destruir al rebelde pueblo de Israel. En el Nuevo Testamento, vemos otro ejemplo de la humildad de Dios. Dice en Lucas:
Y entrando en una de aquellas barcas, la cual era de Simón, le rogó que la apartase de tierra un poco; y sentándose, enseñaba desde la barca a la multitud. (Lucas 5:3)
Nuevamente, el Creador de todo lo que existe, rogándole a una criatura, hecha por Él mismo. ¿Acaso no es eso la expresión misma de la humildad? Mis hermanos, tantas veces, como seres humanos, nos elevamos tanto, puesto que nos creemos tanto, siendo que no somos más que un puñado de polvo en el cual Dios sopló aliento de vida. Pidámosle a Dios que nos enseñe y ayude a ser mansos y humildes de corazón como lo es Él.
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