En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo; sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos. (Colosenses 2:11–12)
Este pasaje nos invita a reflexionar sobre nuestra transformación espiritual en Cristo. La circuncisión en el Antiguo Testamento era un símbolo del pacto de Dios con su pueblo, pero aquí se nos enseña que ahora, en Cristo, la verdadera circuncisión no es externa, sino interna y espiritual. Se trata de cortar de nuestras vidas el pecado, despojándonos de nuestra naturaleza pecaminosa.
A través de Cristo, hemos sido circuncidados espiritualmente. Esto significa que, por su sacrificio, nuestros corazones han sido transformados, y ya no somos esclavos de nuestro pecado (Juan 8:36). Este cambio radical es el principio de una vida nueva en Él. Nuestro viejo «yo» ha sido enterrado con Cristo en el bautismo, y, así como Él resucitó, también hemos sido resucitados a una nueva vida, libre de la condena del pecado y capacitados para vivir en santidad.
Es cierto que el bautismo es una señal visible de esta realidad espiritual. Y al ser sumergidos en el agua, simbolizamos nuestra muerte al pecado. Mientras que al salir del agua, simbolizamos nuestra resurrección con Cristo a una vida nueva. Esta transformación no es por nuestra fuerza, sino «mediante la fe en el poder de Dios» (V12). Es su poder el que nos transforma y nos permite vivir de acuerdo a su voluntad.
Por tanto, recordemos que nuestra identidad está en Cristo, que hemos sido circuncidados espiritualmente por Él, sepultados y resucitados con Él. Lo cual nos invita a vivir con gratitud, entregados por completo a Dios, dejando atrás la vieja vida de pecado y caminando en la nueva vida que Él nos ha dado.
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