Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios. (Juan 1:12)
En muchos países vemos grupos de manifestantes con carteles avanzando por las calles de alguna capital. Por todos lados, los distintos grupos y minorías insisten en que sus derechos sean respetados, reconocidos y/o validados, o en los que ellos llaman sus derechos. Hoy en día todos hablan de sus derechos y luchan para conseguirlos, pero ¿qué derechos tenemos como seres humanos? Se pueden mencionar un sinfín. Pero el hecho de que las personas exijan sus derechos o que se haga justicia, no es algo nuevo.
Ahora, alguien se puede preguntar por qué el Señor Jesús cuando estuvo en la tierra no hizo algo con respecto a la injusticia y los derechos «fundamentales» de los seres humanos. La respuesta la encontramos, primeramente, en el evangelio de Mateo, que dijo del Señor: «No contenderá, ni voceará, ni nadie oirá en las calles su voz» (Mateo 12:19). Esto es parte de la profecía dicha en Isaías 42:1–4; es decir, no vino como un caudillo libertador que pelearía por los derechos de las personas. Y en segundo lugar, está lo dicho por el mismo Señor Jesús: «Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí» (Juan 18:36). En otras palabras, el Señor no vino a advocar por los derechos de las personas, porque lo que Él nos vino a presentar es algo completamente diferente y que no guarda relación con las cosas aquí en la tierra.
El Señor vino a ofrecernos un derecho infinitamente mejor que cualquiera del que pudiéramos gozar en este mundo, que es el versículo del encabezado: «A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad (en otras versiones: el derecho) de ser hechos hijos de Dios» (Juan 1:12).
El derecho de ser hijo de Dios es lo más precioso y fundamental que Él otorga a aquellos que creen en su Hijo. Muchos se ven obligados a levantar sus voces, porque sus derechos son pisoteados, no obstante, el derecho de ser hechos hijos de Dios, nadie lo puede quitar, revocar o alterar de alguna manera. Bien lo expresaba el apóstol Pablo cuando dijo: «Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Romanos 8:38–39). Esto es motivo de gozo sin medida, y gratitud para con nuestro Dios.
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