Entonces todos los ancianos de Israel se juntaron, y vinieron a Ramá para ver a Samuel, y le dijeron: He aquí tú has envejecido, y tus hijos no andan en tus caminos; por tanto, constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones. Pero no agradó a Samuel esta palabra que dijeron: Danos un rey que nos juzgue. Y Samuel oró a Jehová. Y dijo Jehová a Samuel: Oye la voz del pueblo en todo lo que te digan; porque no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos. (1 Samuel 8.4–7)
Samuel había regido como juez-profeta sobre Israel por muchos años (no sabemos cuántos, porque la Biblia no lo menciona). Pero tal como dice en los versos de más arriba él ya había envejecido y sus hijos, a quienes había puesto por jueces, no seguían por el camino de su padre, sino que antes se volvieron tras la avaricia, dejándose sobornar y pervirtiendo el derecho (1 Samuel 8.3).
Era cierto que los hijos de Samuel no andaban por el camino recto de su padre, pero la verdad es que esta fue simplemente la excusa que tuvo el pueblo de Israel para pedir un rey y abandonar así el ser gobernados por Dios. Porque si nos damos cuenta, Samuel aún vivía cuando ellos pidieron un rey, es decir, no les interesaba ser gobernados por Dios en lo absoluto, sino que querían un ser humano sobre ellos. En otras palabras, en sus corazones ya no querían que Dios reinara sobre ellos, porque querían ser igual que los reinos de su alrededor, no querían ser un pueblo diferente, apartado para Dios.
Pero el pueblo no quiso oír la voz de Samuel, y dijo: No, sino que habrá rey sobre nosotros; y nosotros seremos también como todas las naciones, y nuestro rey nos gobernará, y saldrá delante de nosotros, y hará nuestras guerras.(1 Samuel 8.19–20)
A pesar de las protestas y advertencias que Dios le dijo a Samuel que dijera a oídos del pueblo (1 Samuel 8.10-18), aun así ellos se negaron a oír, porque ellos querían ser como aquellos que los rodeaban. ¿Acaso no es lo mismo que hacemos tantas veces nosotros con Dios? Rechazamos las cosas de Dios por las del mundo para no ser diferentes al resto. Queremos hacer las mismas cosas que hace el mundo y no las que Dios nos dice que debemos hacer.
Es doloroso que solo queramos saber del amor de Dios, pero no su señorío, ni de su justicia. Nos gustan los beneficios de Dios, pero no sus mandamientos. Es más, he oído testimonios terribles de “pastores” que enseñan a sus congregaciones que está bien que los creyentes vivan en pecado, porque con tal estamos en la gracia y como Dios nos ama, nos perdona todo; siendo que en las escrituras leemos otra cosa:
¿Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera. Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él? (Romanos 6.1–2)
Debido al plan de lectura bíblico que sigo (*ver nota al pie), cada día me toca leer las diferentes partes del Antiguo Testamento. Y a decir verdad, no me deja de impresionar la similitud que tenemos los creyentes con el pueblo de Israel. Somos tozudos, desobedientes, infieles y rápidamente olvidadizos de lo que prometemos o de los compromisos que tomamos. Mayormente en estos días, en los cuales parece que Dios nos sacó una radiografía cuando dijo:
Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas. (Apocalipsis 3.15–18)
Volviendo a lo que decía de nuestra similitud entre Israel y nosotros los creyentes, en el libro del profeta Zacarías leemos lo siguiente:
Pero no quisieron escuchar, antes volvieron la espalda, y taparon sus oídos para no oír; y pusieron su corazón como diamante, para no oír la ley ni las palabras que Jehová de los ejércitos enviaba por su Espíritu, por medio de los profetas primeros; vino, por tanto, gran enojo de parte de Jehová de los ejércitos. Y aconteció que así como él clamó, y no escucharon, también ellos clamaron, y yo no escuché, dice Jehová de los ejércitos. (Zacarías 7.11–13)
Imagino que todos los creyentes tienen claro que Dios no cambia (Malaquías 3.6; Hebreos 13.8; Santiago 1.17), esto significa que como actuó antes, actúa hoy y seguirá actuando en el futuro. Entonces, si nosotros no escuchamos a la voz de Dios e insistimos en volverle la espalda -así como hizo el pueblo de Israel-, cuando nosotros clamemos a Dios, él no nos oirá debido a nuestra rebeldía.
Mis hermanos, en casi los 39 libros del Antiguo Testamento podemos ver ejemplos de la rebeldía de Israel para con Dios y las terribles consecuencias que eso les trajo; entonces, ¿por qué queremos seguir su ejemplo? Debemos aprender de los buenos ejemplos de obediencia como Abraham, Sara, Rebeca, José, Moisés, Josué, Rut, David, Eliseo, Ezequías, Jeremías, Josías, Daniel, etc. Aunque lo triste es que el Señor Jesús nos tiene que decir:
¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo? (Lucas 6.46)
En otras palabras lo que nos dice el Señor es: Bueno, si ustedes dicen que yo soy su Señor (el que los gobierna) ¿por qué, entonces, no hacen lo que yo les mando que hagan?
Por otra parte, si nuestro Señor es nuestro ejemplo a seguir y tenemos mandato de Dios de imitarlo (Efesios 5.1); entonces, debemos ser obedientes, porque él lo fue hasta la muerte, así dice su Palabra: y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. (Filipenses 2.8).
Claro, es muy cierto que tenemos tal mandato, pero no debemos olvidar que dentro nuestro hay una ley que se opone a las cosas de Dios:
Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? (Romanos 7.18–24)
Sin embargo, Dios nos proveyó con todo lo necesario para vencer a esta carne. Dice su Palabra: Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio. (2 Timoteo 1.7). Y es a través de este espíritu de dominio propio que debemos hacer morir la carne, porque es rebelde a Dios, pues siempre se le opone (Romanos 8.7). Por esta razón el apóstol Pablo decía: Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros. (Colosenses 3.5).
Mis hermanos, ya no seamos más rebeldes a Dios como lo fue Israel pidiendo rey, sino que aceptemos su gobierno sobre nosotros de todo corazón y con toda humildad, para que nos vaya bien sobre esta tierra (Deuteronomio 6.18-19) y seamos hijos que le causen gozo a Dios y no tristezas.
(*) Nota: Para quien le interese el sistema, lo desarrolló el profesor Horner y consta de la lectura de diez capítulos diarios de las diferentes partes de la Biblia. Dejo el enlace para quien esté interesado: https://evangelio.blog/2011/01/06/plan-de-lectura-de-la-biblia/
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