Tiempo de callar, y tiempo de hablar. (Eclesiastés 3:7)
El cristiano no está llamado a hablar siempre de su fe; puesto que hay casos en los cuales es más oportuno callar. Sin embargo, en todo momento podemos testificar de nuestro Salvador por medio de nuestra conducta. Esta silenciosa predicación está al alcance de todo cristiano. A veces es más poderosa que las palabras, y es el gran recurso en ocasiones en las cuales hablar resulta difícil o hasta imposible, en particular cuando el testimonio verbal ya ha sido rechazado.
El apóstol Pedro considera el caso de una esposa que se convierte a Cristo estando casada con un marido incrédulo. Exhorta a la esposa a estar sumisa a su marido, insistiendo en el hecho de que el cónyuge incrédulo puede ser ganado, sin palabras, por la conducta de su mujer. Dicha sumisión, en un espíritu apacible, es una predicación silenciosa pero elocuente para llevar a su cónyuge al Señor: «Asimismo, vosotras, mujeres, estad sujetas a vuestros maridos; para que también los que no creen a la palabra, sean ganados sin palabra por la conducta de sus esposas» (1 Pedro 3:1).
Lo cierto es que Dios Padre espera que sus hijos reproduzcan en la vida cotidiana las perfecciones morales de su Hijo Jesucristo: bondad, humildad, dulzura, paz, paciencia, abnegación, etc. ¿Por qué es esto? Porque los que no leen la Palabra de Dios, se ven obligados, en cierta manera, a leerla mediante la conducta de nosotros los cristianos.
Esta es la idea que utiliza el apóstol Pablo cuando compara a los creyentes con una «carta conocida y leída por todos los hombres» (2 Corintios 3:2-3). Y aunque suene obvio, una carta se lee con los ojos. Por lo tanto, nuestra conducta es como una carta que toda persona que nos rodea puede ver. Pero no olvidemos que testificar de Cristo es un honor y un privilegio, y es una de las razones de ser del cristiano en la tierra. Así que, hermanos, ¡prestemos atención a nuestra conducta!
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